lunes, 2 de marzo de 2015

Psicología del integrista


En la guerra de Ruanda los paramilitares tenían auténticas escuelas de formación de psicópatas. Sólo tenían que secuestrar a un niño y a su madre, darle una pistola al niño y que un guerrillero le apuntara en la sien mientras le decía: - mátala o te mato. El niño mataba a su madre para sobrevivir y, a partir de ahí, matar era más sencillo, incluso, rutinario.

En 1974 el psicólogo de la Universidad de Yale, Stanley Milgram, publicó un artículo llamado “Los peligros de la obediencia”; en él se describe el resultado de un experimento que muestra hasta qué punto el ser humano puede llegar a ser cruel con otras personas sólo por estar obedeciendo a gente importante, y con aparente solidez de razonamiento, que le dicen que eso que hace está bien, trasladando la responsabilidad de sus actos a la autoridad que le marca las pautas. Demostró que dos de cada tres personas en esa situación podemos llegar a ser auténticos psicópatas por esa evasión de la responsabilidad. Pero, si además, esas autoridades nos educaran desde pequeñitos para deshumanizar al enemigo y convertirlo es meras cucarachas y, además, tras estos maestros se encontrara un dios todopoderoso del que, dicen, mana esa teoría y, como punto lógico, tus dudas, si es que te quedan, se despejaran viendo a tus seres queridos sufrir a manos de las cucarachas y tu dios humillado en la portada de una revista… Sin duda, ojo, sin ninguna duda, te harías a un lado a la hora de juzgarles o, en el peor de los casos, te convertirías en un integrista. ¿Y cuál es el paso de integrista a terrorista? Solamente un asesinato, solamente una muerte porque la segunda es mucho más sencilla. Pero ¿cómo se llega a sentir un odio tan profundo como para unos seres humanos identifiquen a otros, que no conocen de nada, como virus despreciables?


La respuesta está en la energía más poderosa del universo: no pienses mucho porque, sencillamente, no es más que el orgullo propio. A lo largo de la historia jamás encontrarás a nadie que se haya tragado su orgullo a cambio de nada, y si te ha parecido que sí no dudes de que hubo revancha, quizá no inmediatamente, pero sí años, o siglos después, con la semilla del odio germinada entre las ramas interconectadas de múltiples árboles genealógicos. Me puedes humillar, puedes amenazar con matarme, con matar a mi familia, y yo puedo fingir que me rindo, puedo hacerte creer que tú has ganado. Pero, desde entonces, mi el corazón latirá siempre más rápido cuando piense en ti, y lo haré siempre. Beberé de mi rencor y me alimentaré del diseño paciente de mi venganza.

Recientemente se ha estrenado la película Francotirador, basada en las memorias de Chris Kyle, el mejor tirador de la historia del ejército de los Estados Unidos, el que más mató y el más condecorado por ello. Sin embargo, el diablo de Ramadi murió asesinado por un compañero marine traumatizado tras volver de Irak. Chris Kyle estaba convencido de hacer lo correcto, de ser el bueno y de matar alimañas; incluso afirmaba que le gustaba su trabajo, como si se tratara de salir a un safari. Si obviamos el hecho de que se trata de una guerra, no cabría ninguna duda de que estamos ante un psicópata que, como tal, siente la misma empatía por sus objetivos que si éstos fueran moscas. Mató hombres, mujeres, ancianos y niños. Y para él no eran más que muescas en su marcador. Sin embargo, no era un psicópata. Tenía esposa y dos hijos. Los amaba y quería a sus compañeros como hermanos. ¿Cómo es posible creerse el amor hacia un hijo con el que hablas por teléfono cuando acabas de presenciar la tortura a un niño ese mismo día? Pues sí, es posible. Sólo es necesario desconectar emocionalmente cuando te encuentras ante alguien ajeno a ti, alguien que no es nada tuyo, que no está en tu vida, alguien que no está protegido por la carpa pringosa de tu orgullo propio, alguien que incluso no consideras de tu misma especie. Es, al fin y al cabo, una forma de intregrismo, de cerrarse en uno mismo, y a tu mundo en ti mismo, de manera que fuera sólo quede la oscuridad y millones de insectos. 

¿Podrías convertirte tú en un integrista? Pues claro que sí. Sólo necesito humillarte pisoteando lo que más valoras, quitarte algo valioso injustamente y, además, que me encumbren por ello provocando que el mundo te dé la espalda y se sume al escarnio de tu orgullo. Querrán, además, que reconozcas tu derrota, que sí que reconocerías si no supusiera humillar también a todos los tuyos presentes y pasados y, por eso, no pasas. Te rendirás mientras le guiñas un ojo a quien sufrirá contigo el largo camino del rencor.


Los seres humanos siempre cometemos el mismo error, creemos que el orgullo de los demás no es tan fuerte como el nuestro propio. Creemos que cuanto más los atacamos más vencedores somos. Esta guerra contra el yihadismo nunca la ganaremos atacando. Antes de las guerras del petróleo occidente había ganado: en Bagdad las chicas iban a la universidad sin velo; el Líbano era la Suiza de Oriente Medio; en Kabul podías pasear despreocupado; y los terroristas eran vistos como locos fanáticos por sus propios conciudadanos ¿Cómo estaba ganando occidente aquella guerra de civilizaciones? Simplemente mostrando cómo los occidentales éramos más felices y libres que el resto utilizando una publicidad subliminal que, poco a poco, permeaba las conciencias de los jóvenes de oriente: gracias a las telenovelas, a Mohamed Ali, a Hollywood y a la Coca Cola. 

Pero los poderosos entre los poderosos vieron peligrar sus intereses económicos y decidieron asegurarlos sembrando la semilla del odio, como si un hombre pudiera dejarse robar y pisotear así como así, simplemente porque un patriota americano lo diga. Ahora estos gobiernos occidentales creen que cuanto más conseguimos satisfacer y prevalecer nuestro orgullo más se van a dar cuenta de su salvajismo irracional. Cuánto se equivocan. No hace falta saber mucho de psicología, simplemente pensar qué sentiríamos, pensaríamos y haríamos nosotros que, aún, no somos integristas. 

No lo olvides: una persona nunca entrega su orgullo al cien por cien, buscará resarcirse y, en el caso de que ese orgullo personal se haya convertido, por el poder agrupador de la religión, en orgullo colectivo tan denso y prieto como el plomo, nunca será posible la victoria final. Porque mientras haya poderosos habrá miserables. Deberíamos matar a todos los miserables pero, en ese momento parte de los poderosos pasarían, automáticamente, a ser miserables y seguiríamos matándonos hasta que el último humanos sobre la tierra se pegara un tiro en la sien para vengarse de sí mismo. Lo que perpetuará el terror es que los miserables, por el mero hecho de serlo, siempre sentirán más orgullo que los poderosos, es el orgullo lo único que tienen y lo es todo. Dales un dios, un mártir, o los colores de un club de fútbol, que los una y serán invencibles. Al fin y al cabo, si lo único que tienes es orgullo colectivo, no eres más que una hidra inmortal a la que se le corta una cabeza y le nacen cinco. Chris Kyle no era un soldado, no era más que el cuidadoso podador del árbol del odio. 

José Ángel Caperán
Psicólogo y coach

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