Conocí a Carlos cuando cumplió
los treinta. Tenía una licenciatura universitaria y un sueldo de setecientos
euros como dependiente en una tienda de informática. Obviamente vivía en casa
de sus padres porque no podía permitirse un alquiler. Para él la vida era
injusta y su jefe un explotador. Tengo claro que si hay algo que admiro en una
persona es su habilidad para la autocrítica, y Carlos no era precisamente un
modelo. La pregunta que me planteo es: ¿Hemos matado la autocrítica?
Me sorprendió la actitud
condescendiente de su padre: - Es una pena que con tanta preparación le paguen
una miseria – dijo- la cosa está fatal para los jóvenes, hay que ayudarlo o
tendrá que emigrar y eso es lo
último. Aquel hombre había emigrado a Bélgica con dieciséis años para trabajar en lo que saliera y, normalmente, en los
trabajos más precarios y pesados – Trabajos para
españoles y turcos- apuntaba con ironía.
El padre volvió a España tras
quince años en Bruselas. Una vida espartana, compartiendo habitación con un
portugués en un piso de cuatro habitaciones y el baño comunitario en la
escalera. En ese mismo cuarto, posteriormente, convivió con su mujer durante
cinco años hasta que nació Carlos y decidieron regresar. Había conseguido ahorrar para la entrada de
un piso y alquilar una frutería. Todavía hoy sigue esa filosofía de vida: nunca
ha ido de vacaciones; sólo ha montado dos veces en avión, la primera cuando se
fue a Bélgica y la segunda cuando volvió; no usa tarjetas de crédito y tiene un
coche de veinte años. Eso sí, se congratula de no deber nada a nadie y de que
cuando va al banco el director le hace la ola.
Carlos se va todos los veranos de
vacaciones a Ibiza – Que para eso
trabajo todo el año – Dice. Y se acaba de comprar el Iphone5.
El problema no es que Carlos sea
un ingeniero informático con un salario de dependiente, sino que Carlos es un
dependiente que ha tenido la fortuna de estudiar una ingeniería. Los títulos
universitarios no criban la falta de actitud para el éxito.
Sorprendentemente culpamos sólo a
las circunstancias, a la crisis, sin alarmarnos del bajo nivel emprendedor, y
absurdo nivel de exigencia, de quienes delegan toda la culpa en la situación y
su única forma de adaptarse es acumular diplomas cuando realmente no existe
actitud. La actitud no se aprende en un curso. La actitud se educa en casa, se refuerza
con el grupo de amigos y se pone en juego en el día a día.
El padre no exige actitud a su
hijo, se inhibe por su falta de estudios, por ese complejo de inferioridad
irrisorio que tienen los currantes eternos ante los señoritos estudiosos – Yo
siempre quise que mi hijo no fuera un burro como su padre – Dice. Sin embargo
ha de saber que si yo, su hijo, me rodeo de compañeros que viven vidas gemelas
a la mía, haciéndome creer que la falta de actitud no es tal sino la norma; que
tengo derecho a un trabajo bien pagado sólo por tener un título, aunque yo no
destaque especialmente en nada; y, por último, no sé ni lo que quiero, está
claro que jamás alcanzaré a tener lo que tiene mi padre y me diré lo más
estúpido hoy se puede decir: - Es que mi padre lo tenía más fácil.
Lo siento chico, la respuesta,
por mucho que te cueste aceptarlo, y tu padre jamás te lo va a decir: - Es que
tu padre vale más que tú.
Nunca antes tuvieron tanto valor
didáctico los sermones de supervivencia de nuestros padres emigrantes y
abuelos. Asimilarlos y hacerlos propios son ahora más útiles que cualquier
conferencia del mejor gurú de la motivación.
José Ángel Caperán
Psicólogo y coach
No te falta razón...
ResponderEliminarComparto en redes, por si a alguien al leerlo se le abre la mente.