Françesca Benedicta Delfino se llamaba la vieja sanmarinense que fumaba colillas húmedas junto a la puerta del baño del Café Bariloche. Se definía a sí misma como hacedora de machos, decía que un hombre es fácil de dominar, que todo viene de manejar el fino arte de cortar y recortar. Decía que con una lengua afilada, un sexo pelado, un generoso escote y una avara falda se podía convertir a cualquier primer ministro en un chimpancé. Mientras se envenenaba con los filtros de los cigarrillos daba lecciones a la chicas que tomaban descafeinado con sacarina en las mesas aledañas. Les hablaba mirando directamente a una mancha de humedad del techo que para ella era como la cara del hombre que de una patada le hubo destrozado su fecundada matriz. La princesa del reino diminuto era aquí la puta de la Inmensidad, ya no comía pastitas de cereza ni soñaba con educados mozos de cuadra. -Chicas...yo soy Françesca Delfino, la reina de un pais tan pequeño tan pequeño que puedo poner una pierna en la frontera norte y otra en la frontera sur y que mi coño roce con el campanario de la iglesia. Las mujeres se sonrojaban y hundían la mirada en el café como deseando que acabaran de llover los Manifiestos del Despecho, bien para hacer que no oían o bien para hacer que no pensaban. - Niñatas de mierda...yo tengo campanas, cruces, vinos y panes entre las piernas, qué más puede pedir un buen cristiano.